3.
?Yo soy pintor!
1ra Parte
Cuando
Judy me escuchó gritarlo a toda voz y con gran júbilo
mientras me bañaba pensó que me refería a pintar casas. No se le cruzó por la
mente que la eufórica exclamación se debía a que en ese instante me había
liberado al fin de una gran incertidumbre personal. Era 1972; tenía 29 años y
llevaba más de tres tratando con afán de encontrar un oficio diferente a que
dedicarle mi futuro y un consagrado empeño. En media ducha fue que me llegó la
iluminadora revelación.
"?Yo
soy pintor, soy artista!"
El
espontáneo alarido brotó como por válvula de escape, trayendo alivio inmediato
para el estrés acumulado durante años. Había redescubierto al artista en mí, al
que siempre había llevado conmigo desde pequeño, pero con el cual no había
tenido contacto alguno en 5 años y nada en los 11 que los precedieron. Con el
chispazo de claridad que tuve se levantó el telón de dudas e inseguridad que
venían sofocando mi capacidad de encontrarle salida a mi dilema de qué nuevo
rumbo darle a mi vida. Se me había hecho evidente, al fin, cómo me ganaría la
vida cuando me atreviera a abandonar el rol de ejecutivo comerciante que poco
ya me entusiasmaba.
En
todo ese tiempo, sufriendo periodos depresivos sin poder dar con my own thing—para hacerlo al paso—no se me ocurrió que desde
niño el pintar y dibujar me venía natural y fácil, tanto como la carpintería,
cosa que también me encantaba hacer. De pelao la
pasaba bien durante largos trechos de tiempo entretenido con el trabajo del
arte. ?Por qué no considerar la profesión de artista, entonces, si el arte lo
manejaba tan hábilmente? Además, siempre tuve sensibilidades especiales por
cualquier tarea que necesitara de la creatividad artística.
Una vez la idea de que era factible realizarme como artista entró al
terreno de mis opciones, la única pregunta de peso entre tantas que me hice era
si podría tener éxito y sobrevivir como pintor. La única respuesta que encontré
con un sentido irrefutablemente lógico: ?Si otros pueden, porqué no yo? Nunca
conocería el éxito si no hacía el intento. Además, la idea de vivir la vida de
artista era el foco del llamado intenso que estaba sintiendo en esos momentos
de iluminación. La idea me había encantado apenas se me ocurrió. El futuro que
vislumbraba si me atrevía era interesantemente largo. Así que sin mirar atrás
me lancé de lleno a lo incierto y desconocido para forjarme una profesión de
pintor en mi país?desde Colón. No tenía idea de por donde comenzar, pero al
menos tenía la tranquilidad de saber que el punto de partida ya lo tenía en
mano, y mío era el camino a labrar.
Las
consecuencias de mi abrupto cambio de rumbo fueron fuertes para mi familia,
particularmente mi esposa. Cuando salí del baño secándome con toalla en mano
para darle a Judy las buenas nuevas de que ya había
salido de las tinieblas y que me pondría a trabajar en seguida en el asunto de
ser un profesional de la pintura, ella supo de inmediato que la cosa era en
serio. Había visto esto antes en nuestra relación, y desde que éramos novios.
Conocía bien que cuando era persuadido por el clamor o la imperante necesidad
de cambiar de rumbo, en el momento que daba con el carril para darlo, iba pa?lante a todo vapor con entrega total?y obstinación.
La
primera reacción de Judy al escuchar mis
explicaciones del cambio que anunciaba fue de temor, con justificación. Tenía
el marco de referencia de nuestro pasado para suponer con cierta certeza que la
decisión repentina a que había llegado unilateralmente de ser pintor le traería
consecuencias considerables. De ello teníamos varios antecedentes, cada uno un
arranque de raíces y cambios que impactaron drásticamente el rumbo que tomarían
su propia vida e inquietudes y ambiciones personales. Y lo que lo hacía mas
serio esta vez, era el nuevo factor que teníamos que tomar seriamente en
cuenta. Ahora de cuatro con el nacimiento de Derek y su apenas un añito, el
bienestar de su familia era lo primordial de la inquietud de Judy.
El
cambio que le acababa de anunciar a mi mujer era de un carácter completamente
diferente al de los anteriores que había impulsado. Este traía consigo una
serie de riesgos substancialmente nuevos y profundamente serios. Ella sabía que
la nueva conquista en que era de enfocar el futuro de los cuatro exigiría
capacidades y logros personales de parte mía que ella aun no había notado en
mi, mucho menos visto manifestados. El ser artista requería de talento y
habilidades que ella realmente desconocía de mi. No tenía seguridad de que iba
a poder vender mis obras,?
o más importante aun, ?qué obras? Después de todo, no tenía mucho
en que basarse o algo que al menos le insinuara de que yo contaba con lo
necesario para lograr el éxito como pintor.?
Unos breves brotes en nuestro pasado de mi habilidad innata por el
dibujo le habían confirmado mi vena artística, cosa que mucho admiraba. Pero no
eran prueba contundente de que el Rogelio que conocía ahora contaba con las
capacidades cruciales para poder sobrevivir como artista.
Su
primer encuentro en 1964 con mi talento para el dibujo fue cuando viajamos tres
días en tren rumbo a San Francisco, California. Yo aproveché una parada en el
viaje para hacer una compra de útiles para el dibujo y le hice unos bosquejos a
carboncillo de las escenas que veíamos desde la cabina Pullman
que compartimos románticamente durante el idílico viaje. Fue allí, me ha dicho,
que se dio cuenta de mis dotes de pintor. Pero eran unos bosquejos muy
elementales. Nada del trabajo se destacaba como excepcional. En 1966 cuando
había ingresado en la universidad del estado en Hayward—conocido como College
entonces—realicé otro puñado de bosquejos que igualmente le impresionaron, pero
tampoco eran notables por su originalidad. Finalmente
en 1968, cuando ya habíamos regresado a Panamá casados y con hija, un brotecito
de acuarelas y dibujos en carboncillo y grafito fue solo un tenue murmullo de
que tenía un auténtico talento por la pintura. Esa era toda la pobre evidencia
de mi obra que tenía Judy para determinar mi grado de
maestría en el oficio. Las probabilidades en mi contra que me esperaban la
aterraban.
Pero a pesar de la inseguridad que le causaba mi decisión, Judy comprendía por que me era necesario un cambio radical
en el estado de mis cosas. Venía viviendo y sufriendo conmigo las repercusiones
de la creciente antipatía que le había cogido yo a la vida de comerciante. El
desencanto serio comenzó en un viaje de negocios en el que sufrí un súbito
cambio de valores que alteró por completo el esquema del estilo de vida que
deseaba llevar. Mi vida y trabajo de ejecutivo perdió su atractivo casi
instantáneamente, tanto así que cuando regresé del viaje, en el momento que Judy se encontró conmigo, notó enseguida que ya no era el
mismo.? Me la pasé en tinieblas desde
entonces, tratando de dar con el nuevo Rogelio que por ahí estaba en algún
lugar dentro de mi.
Por su parte, Judy también atravesaba nuevos
caminos de sus propios cambios de valores e intereses en la vida, y comprendía
el porqué de mi desanimo con el mundo de empresas. Ella también encontraba
aburrido y falto de estímulo el rol de mujer que la sociedad panameña, particularmente
la colonense, esperaba que ella desempeñara. Por eso cuando detectó el grado
del entusiasmo con que le participaba mis buenas nuevas, ella supo que la idea
de ser artista al menos iba en perfecta línea con esa nueva fórmula de existir
que veníamos los dos deseando encontrar. Y al verme que ya yo estaba encaramado
en mi nuevo patín, lo mejor era que se preparara ella para el cambio radical en
su vida que le venía y que afectaría a toda su familia. Yo estaba anunciando la
partida de mi tren, y si no quería quedarse atrás, tenía que montarse en él,
hacer sus ajustes necesarios, disfrutar de las aventuras que traería consigo el
viaje?y sacarles su propio provecho.
Uno
de los antecedentes de este tipo en nuestro pasado que justificaba su
presentimiento de lo que le venía, lo vivimos a casi dos años de nuestro
apasionado noviazgo. Ella, de 16, estaba recién graduada. Yo era un
delirantemente enamorado joven de 17 frustrado por el estancamiento que sentía
del prolongado aprendizaje a que me había sometido mi padre para que tomara
cargo de la bodega de la empresa en la Zona Libre. El era un fiel creyente de
que la mejor manera de aprender un negocio es trabajarlo desde abajo, "from the ground up" nos decía a mi y a mi hermano. Me esperaba
un término largo en las bodegas. Pero era lo que deseaba mi padre y no le
cuestionaba su buen juicio. Eventualmente saldría del polvoriento depósito en
que me la pasaba estornudando. La espera la hacía tolerable el amorío con Judy, con quién estaba caído desde mis 12 años. Hasta
cuando nuestro intenso acople romántico suscitó lo temido.
Los
padres y tíos de Judy pensaban que éramos demasiado
jovencitos para un noviazgo tan serio, como a toda evidencia lo era. Mis padres
también lo pensaban, pero ya me consideraban hombre lo suficiente para saber lo
que estaba haciendo. La familia de Judy, sin embargo,
quería que la muchacha tuviera su educación universitaria, y estaban
convencidos de que ese futuro le sería troncado por lo intenso de nuestro
romance. Además yo no era el candidato ideal que
concebían para ella. Los partidos que le idealizaba la tía rica—quién llevaba
las riendas del dominio de la familia—eran de otro estrato social y
económico.?
Yo
no dudaba del amor de Judy hacia mi, y no me causaba
reparos que su familia pensara que merecía un pretendiente de mejor "calidad".
La seguridad en mi mismo era sólida. La había madurado desde los 13 años en la
academia militar cuando me despojé del sufrimiento y la humillación que me
causaba el tartamudeo que había mermado mi autoconfianza desde que era niñito.
En la academia me hice hombre y de esos que no dudaban del buen calibre de su
hombría.
Esa
nueva autoconfianza también estaba revestida del orgullo que había cosechado de
mis apellidos. El uno por la reconocida inteligente masculinidad que
caracterizaba a los varones Pretto—legado genético
que comenzaba a representar fielmente mi maduración física. Y el otro por el
vínculo directo sanguíneo e intelectual que tenía con la historia patria,
siendo nieto de Sebastián Villaláz—hermano de Nicanor
y yerno de Gil Colunje. Estos dotes en que se
sostenía gran parte de mi autoestima, tenían mi ego
suficientemente inflado de seguridad personal. Ningún rabiblanquillo
o niño ricachón me era amenazante solo por razón de su nivel social o
económico.
Pero
lo que si puso en inmediato desbalance la ecuación de lo que yo podía o no
controlar de mi relación con la mujer que amaba, fue el prematuro apuro con que
la enviaron a Texas acompañada de su madre Gladys a principios del ?63 para
dizque ingresarla en la universidad de Dallas, ciudad de donde los familiares
del padre de Judy, los Von Tress,
son oriundos. La habían registrado como alumna de internado para el primer
trimestre del nuevo año escolar que iniciaba mucho más tarde en el otoño.
Pasaría todos esos meses en casa de la abuela, a dos mil millas de distancia. Y
no existía el Internet, ni celulares que sirvieran de paliativo para mi
congoja. Para bálsamo de alivio solo contaba con la lenta comunicación
aeropostal y las carísimas llamadas de larga distancia que poco me podía
costear.?
Se
habían conjugado fuerzas fuera de mi control, contra las cuales poca capacidad
tenía para luchar. Pero yo no quería perder a mi novia. La separación se me
hacía cada ves más insoportable. La pasaba espantado por el refrán "amor de
lejos, amor de pendejos" que por años escuché a mis? padres expresar. Le
escribía obsesivamente a diario a Judy para no correr
el riesgo de que el lema aplicara en mi caso. A veces le escribía varias cartas
al día, que me aseguraba tirar yo mismo al buzón del correo y a tiempo para ser
incluidas en el despacho de la mañana a Tocumen y
luego en el de la tarde donde darían ruta a su destinatario en tres días, con
suerte. Una vez le acumulé tal cuentaza a mi padre de
las llamadas que le hacía a Judy desde las cabinas
del centro de llamadas internacionales de ITT en Viejo Cristobal,
cerca de la estación de ferrocarril, que rápidamente le
impuso límite a mis ganas de llamar.
Nada
disminuía la angustia que me causaba la separación. Estaba obsesionándome al
punto de más no poder. Dos prototípicas manifestaciones de parte mutua de lo
que advertía el "amor de lejos?" fue lo que al fin derramó la gota de mi
martirio. En los meses interminables que habían pasado, cada uno
independientemente, por razones diferentes, dio los primeros pasos de salir en date con terceros.
Eso
era lo que me faltaba?y dije ?basta?me voy tras ella!
En
poco tiempo había ya aplicado y sido aceptado en su universidad. Cuando le
anuncié a mi padre que iría en busca de la educación universitaria para
servirle mejor en el futuro, sonriente respondió "mas jalan dos tetas que una
carreta". De mi adorada madre obtuve comprensión y su bendición a pesar de que
la dejaba sola con mi hermanita y sin mi aporte mensual a los gastos de la
casa. Aunque conocedora de la desilusión amorosa por sus dos divorcios,
entendía del fogaje de amor que me consumía. Grande de corazón mi madrecita,
recolectó un dinerito suficiente para que yo subsistiera hasta donde alcanzara.
Y mi viejo, que se encontraba jodido de plata por la política y otras tortas
financieras que había hecho, acordó en pagarme el primer trimestre escolar. De
allí en adelante "you?re on your own", me dijo.
La
familia de Judy se dio cuenta de mis planes. Un día
mientras transitaba en la camionetita Taunus de mi
madre por la Avenida Roosevelt, se me puso al lado el Chrysler de la tía de Judy con el esposo manejando e hicieron que parara. Con nuestros
autos en media calle, bloqueándole el paso a otros que venían detrás, me
dijeron que me habían conseguido una beca para cuatro años de estudio
universitario?en Ohio.
"No
te van a costar nada tus estudios" me aseguraba la tía Elva. "Todo está arreglado.
La beca está aprobada."
"Muy
amable de sus partes, pero no gracias", les respondí cortésmente. Aproveché las
pitadas de los que esperaban atrás para que fueran esas las últimas palabras
del peculiar encuentro y el torpe intento de Elva de ponerle freno a mi
obstinada persistencia de ir tras mi Dulcinea.
Y así, para el espanto de todos, fue que le llegué a Judy en Dallas en enero de 1964, no mucho después del
asesinato de Kennedy y un pringo antes de la primera invasión de Los Beatles en
terreno norteamericano y el hemisferio. Al fin estaba con mi amada. Ya me
encargaría del futuro y de cómo sobrevivirlo. Por lo pronto, a ponerme a
estudiar y redimirme ante los ojos de los dudosos y no defraudar a los
creyentes en lo correcto de mis motivos.
En Dallas duré solo un trimestre. La necesidad de cambiar el estado
insatisfactorio de la situación en que me encontraba motivó un nuevo borrón y
cuenta nueva en los planes para mi futuro. Fue el segundo cambio brusco que Judy vivió conmigo. Yo estaba casi sin dinero. Me quedaba
poco de lo que me había dado mi madre. Judy andaba en
las mismas. Al comprometernos, su padre le anunció la suspensión de su soporte
económico. Por otro lado, estábamos insatisfechos con la estreches mental y el
asfixiante ambiente conservador de Dallas. Gladys, la madre de Judy, recién divorciada de su padre llevaba varios meses de
estar viviendo y trabajando en San Francisco con mucho entusiasmo. Las cartas
que le enviaba la mamá a Judy y los cuentos que le
echaba sobre la hermosa y excitante ciudad fueron suficientes para despertarnos
el interés en irnos para allá. Así, con lo poquito que logramos empacar en un
baúl maletero y una maleta, en junio de 1964, justo después de comprometernos,
emprendimos el viaje de tres días por tren al encantador City by the Bay en donde finalmente nos casamos, tuvimos a Charissa y permanecimos dos años y pico?hasta cuando una
vez más decido cambiar el orden de cosas por completo.
Durante
los tres años que vivimos en California mi norte fue de asegurarme un empleo e
ingresar a algún colegio universitario para educarme en comercio y regresar a
Panamá preparado en todo sentido para cumplir con mi padre y mi familia. San
Francisco, el opuesto radical de Dallas, nos había encantado desde que
llegamos.? El frescor de comenzar una
vida nueva en la bella ciudad y el aire de promesa que en ella le sentíamos nos
alentaba hacia al futuro que nos esperaba. Pero el carácter triste de mi
condición económica al llegar a la ciudad exigía una urgente respuesta para que
pudiésemos comenzar a disfrutar de la aventura del nuevo comienzo.
Para
mi llegada, Gladys había arreglado con una familia humilde de Chicanos para que
yo le alquilara una cama del dormitorio de su niño y el uso del baño del
apartamento por $25 al mes. La situación la encontré muy deprimente e
intolerable. Ni de a vaina que iba a quedarme en esas circunstancias por mucho
tiempo. Andaba arrancado de dinero pero nada que ver.
No estaba dispuesto a someterme a ese nivel de incomodidad. Empeñado en que no
duraría mucho en esas circunstancias, convencí a mi suegra que me alquilara en
vez el sofá de su apartamento a cien, dinero que le di enseguida, sospechando
que le vendría útil dado su modesto salario y lo propensa que era de perder
trabajos.
En
su vida de casada Gladys nunca tuvo que trabajar, mucho menos en oficinas. Ya
divorciada y habiendo cumplido con Judy al instalarla
en el internado de la Universidad de Dallas, se había atrevido a romper el
molde de su pasado e irse a San Francisco para probar su capacidad de mantenerse
por cuenta propia. Viajó en auto desde Dallas en compañía de la prima Estilita
quién también sola y sin compromisos comenzaba un nuevo capitulo en su vida.
Pero una vez instaladas, Gladys no estaba teniendo suerte manteniendo un
trabajo. Su falta de experiencia para la mayoría de los tipos de empleo que
conseguía se hacía evidente cuando procuraba desempeñar sus labores. Pero la
tipa perseveraba. No le tocaba otra, dada su situación económica, la cual
hubiese sido distinta si por un acto de torpeza o descuido no hubiese dejado de
exigir las compensaciones económicas que le hubiera asegurado un buen abogado
de divorcio, del cual nunca se sirvió. Irónicamente, en parte al menos, la
precaria situación financiera de mi futura suegra sirvió para que aceptara sin
mucha resistencia mi propuesta de vivir con ella y con su hija. En corto
tiempo, acabé con el malestar del patético estado de alojamiento en que me
encontraba.
Los dividendos para todos del arreglo con Gladys fueron inmediatos. Enseguida sentimos el confort de la
estabilidad y la seguridad y la felicidad que causaba el vivir juntos. Tomé el
rol del varón que servía de guardián físico del hogar y sus mujeres. A Gladys
le servía frecuentemente de chofer y para hacerle mandados. También tenía
habilidad para hacerle arreglos menores de carpintería y reparaciones al
apartamento. A Gladys le agradaba atenderme y mostrarnos lo que conocía de la
ciudad. Nos llevábamos bien, como lo hacíamos desde que era novio de Judy en Panamá, y hasta años antes cuando yo era parte de
la chiquillada que se reunía regularmente en su casa en Colón. Sin esfuerzo ni
estorbos mutuos nos encontramos compartiendo vida juntos los tres en tranquila
armonía. Solo nos quedaba a Judy y a mi conseguir
trabajo pronto. Necesitábamos la estabilidad de un empleo para poder fijarle
fecha a nuestra boda, la cual queríamos que fuera cuanto antes para legitimizar nuestra unión.
En
menos de tres semanas encontré el deseado trabajo, y no era del todo mal.
Obtuve un puesto de vendedor para una distribuidora de ferretería y artículos
para el hogar que me ofrecía seguro médico y otros beneficios al formar parte
del sindicato de trabajadores de las bodegas mientras cumplía el periodo
reglamentario de entrenamiento en Ventas—from the ground up.
Irónicamente, como hice en la bodega de la compañía de mi padre, me la pasaba
llenando físicamente los pedidos de la clientela de la empresa?solo que no
estornudaba tanto.
Judy tuvo igual de suerte. En poco tiempo consiguió
trabajo como oficinista para el cuerpo de estenógrafas del departamento de
compras del prestigioso almacén de lujo I. Magnin.? Sus conocimientos en mecanografía y
estenografía, aprendidas en el colegio María Inmaculada le favorecieron mucho.
También la ayudó su coraje de responder "sí" cuando la mujer que la
entrevistaba le preguntaba si sabía hacer esto o lo otro. Pero el remate lo dio
con su don de gente, su agradable y chispeante personalidad y la manera
diplomáticamente respetuosa e inteligente con que se manejaba ante los demás,
contaran o no con rango de importancia. En pocas semanas las habilidades
excepcionales y propias que lucía para la comercialización captaron la atención
de su jefa y fue promovida a formar parte del grupo de secretarias del Vicepresidente de la división de Comercialización. A Judy le fascinaba su trabajo en I. Magnin.
Al
vernos estables económicamente y ansiosos por comenzar una nueva vida juntos y
libres, fijamos la fecha del casamiento en junio, después del 22 de Mayo, fecha en que Judy cumplía sus
18 años y obtendría su mayoría de edad.?
Ya no requeriría el consentimiento de sus padres para casarse. Yo, sin
embargo, según leyes del estado, lo necesitaba, el cual, sin perdida de tiempo,
solicité a mis padres que fuese enviado desde Panamá. Por razones comprensibles,
a mis padres no le sería posible asistir a la boda.
Así
pues, al fin, y con asombrosa prontitud y sin mayores dificultades, nos
encontramos Judy y yo a las tiernas y precarias
edades de 18 y 19 años sobreviviendo por nuestra propia cuenta y trabajo en la
más bella y encantadora ciudad de Estados Unidos.?
Pero
los planes de nuestro casamiento sufrieron un contratiempo. La movida de vivir
con Gladys y Judy escandalizó a sus familiares en
Panamá, particularmente a Elva, la tía media-matriarca, y de seguro Querube, la
reverenciada y queridísima abuela de Judy y arbitro
general del comportamiento entre los miembros del ramo de la familia Estenoz-Grimaldo y sus cónyuges y otros satélites. Quién
nos informó del alboroto que habíamos causado fue Guillermo, primo hermano de
los tíos de Judy por la parte Grimaldo de Querube.
Guillermo residía en San Francisco desde muchos años y yo había comenzado a
compartir socialmente con él. Estaba bastante enterado del arreglo mío con
Gladys. Siempre sospeché que fue él quién sopló el bochinche a su compadre
Toti, tío de Judy, quién a su vez le dijo a la tía
Elva y Elva a la abuela Querube, etc.. Y como eran las
cosas en la sociedad colonense, seguramente culparon la escandalosa situación a
mi osadía e impudicia que de manera abusiva se impuso a la pasividad y
vulnerabilidad que le caracterizaban todos a Gladys. Me imagino el murmureo:
?Cómo puede permitir Gladys que este hombre viva en su casa, y con la hija
allí? ?Que clase de mala influencia está ejerciendo ese tipo sobre el buen
juicio de Gladys? A la hija ya la tiene engatusada, ?ahora a la madre?
Estaba
preparado para cualquier consecuencia que tuviera el asunto.
La
primera fue Gladys. Con todo y lo bueno que estaba la situación en casa con
ella, le causaba gran incomodo lo que escuchaba de Panamá y lo que le decía
Guillermo. Y tampoco le sentó bien la noticia de nuestra boda, como si
estuviese en negación sobre la intención de nuestro compromiso. Pero no se
atrevía a decirnos mucho al respecto, solo que no nos apuráramos y que por
favor postergáramos los planes del matrimonio para darle oportunidad a que Doña
Querube asistiera la boda. La señora de 70 años no viajaba en avión ni de a
vaina, por lo que había que formularle planes para viajar en barco desde Panamá.
Accedimos en casarnos a finales de Agosto, para darle
chance a que llegara Querube.
Por
supuesto, la llegada de la notable abuela significaba que yo no podía seguir
viviendo con Gladys y Judy. Eso lo entendíamos todos.
Además, la situación con Gladys estaba tornándose algo tensa. Así que me puse a
buscar donde vivir, y pronto conseguí un apartamentito en la misma cuadra de la
calle Arguello donde ya estábamos. Tan pequeñito era el apartamento que todo el
ancho de la sala lo ocupaba el largo del sofá. El acogedor nido era un ático
convertido en apartamento de un clásico edificio de San Francisco de tres pisos
que quedaba justo al pié y al otro lado de la calle
del hospital universitario de la Universidad de California. Cerca, por uno de
los costados de nuestro edificio, transitaban tranvías de una de las líneas de
los afamados Cable Cars. Cada vez que
pasaba uno, lo escuchábamos—y sentíamos—arriba en el apartamento. A 200 metros
nos quedaba el parque Golden Gate, donde pronto brotaría el Flower Movement que dio nacimiento a la
revolucionaria contra-cultura de los sesenta de los Hippies.
Mientras
esperábamos la llegada de Doña Querube, la preparación de lo que sería nuestro
primer hogar y la delicia que era disfrutar de las bondades de una ciudad tan
sofisticada como San Francisco nos llenó de optimismo y gran contento. Y cuando
al fin llegó la respetada y en cierto modo, temida señora, ella solita realizó
que en lugar de disuadirnos (como era su misión original) lo mejor y correcto
era de celebrar la singular ocasión de su adorada nieta y prestarle su ayuda.
Feliz organizó con Judy los modestos preparativos
tradicionales de sopa borracha y recuerditos para nuestra sencilla boda. Gladys
se la pasó en un estado atónito durante el proceso.
De allí en adelante Querube y yo compartimos un cálido afecto y un
gran respeto mutuo. La boda no contó con la asistencia del padre de Judy, ni de Elva y José María, y nadie más de la familia Estenoz o Grimaldo. No nos hicieron mucha falta, a decir
verdad, pues estábamos felices.
El
idílico estado de al fin vivir solos como recién casados no era de durar. En
dos meses y medio después de la boda nos cayó la sorpresa de que Judy estaba en cinta. Cuando fue a recogerme a la salida de
mi trabajo para darme la noticia con su cara de susto, no sabía como me caería el
asunto. Pero apenas tomamos unos segundos para digerir su seriedad, decidimos
sin reparo alguno recibir a la criatura con nuestros brazos y corazones
abiertos. Se haya colado inesperadamente o no, Charissa
era un auténtico love child y sería
recibida con todo el amor que merecía de sus creadores. En Griego
Charissa significa grace, gracia.?
Sin
embargo, el embarazo no dejo de darnos el claro aviso de que la necesidad de un
nuevo cambio total de nuestra situación era obligatoria. No podíamos negar que
la fresca visión de nuestro futuro inmediato que estábamos apenas nutriendo a
partir del casamiento, tuvo que ser suplantada por una que exigía una nueva
prioridad de mucho más largo y serio alcance: la de ser padres, yo a los 21 y Judy 19. Eso hacía necesario que acelerará mi plan de
ingresar en la universidad. Tenía que obtener las ventajas de la educación y
asegurar el mejor potencial para darle un buen futuro a mi familia. Mi plan
tomaba en cuenta ante todo el cumplir la promesa que le había hecho a mi padre
de regresar educado y preparado para darle un hombro de ayuda profesional a su
empeño por dejarnos una empresa que asegurara el futuro de mi hermano y el mío.
No sabía cuanto me tomaría formarme la preparación necesaria. Con la necesidad
de trabajar tendría que ir a clases nocturnas, o ver de que manera podía
completar el programa de Administración de Empresa. Estaba dispuesto a hacerlo
de la manera más rápida posible. Estaba convencido que con diploma en mano
sería capaz a mi regreso a Panamá de aportar significativamente al progreso de
los planes de mi padre. Y de esa manera le aseguraría seguridad económica y
estabilidad a largo plazo a mi propia familia, que era ahora lo que más
importancia tenía en mi vida.
En San Francisco State
University no había cupo disponible para el nuevo
término escolar en la facultad de administración de negocios y fui referido al California State College at Hayward como alternativa si no podía esperar
el siguiente semestre. Una vez fui aceptado en Hayward, nos mudamos cerquita
del Colegio a un apartamento de una recamara en un edifico de dos pisos que
quedaba cerca de la calle central del pueblo al pié
de la gran loma en donde estaba situado el campus del colegio. Charissa nació a los pocos meses en medio de mis exámenes
finales del trimestre que cursé.
Me
impuse un régimen de estudio a tiempo completo con el máximo de cursos
permitidos para avanzar rápidamente hacia la licenciatura. A los casi tres
meses de Charissa, Judy
consiguió trabajo a cierta distancia de Hayward en el Office of Economic Opportunity
de la iniciativa del Presidente Johnson, War On Poverty. Pero queriendo estar más cerca de su hijita,
pronto aplicó y fue aceptada como secretaria del departamento de Lenguas
Extranjeras del colegio, donde también yo le estaría cerca.
Yo había ahorrado algo de dinero en mi trabajo en San Francisco para
que pudiera dedicarme a los estudios exclusivamente al menos por medio año
antes de ponerme a buscar nuevo empleo. Nos adaptamos pronto a una rutina que aunque restringida por lo económico y las exigencias de
nuestros trabajos—yo del colegio y Judy como única
secretaria de su departamento—nos agradaba lo suficiente para sentirnos
felices. Como a Judy le quedaba su trabajo al lado
del departamento de música de la universidad, vivía estimulada por las actividades
de la música y soñaba con poder cursar estudios allí y en otras materias.? La música había sido gran parte de su
infancia y durante sus años de secundaria en Maria
Inmaculada. Yo, ni pensaba en el arte, solo en echar pa?lante
con el plan mayor que me había trazado. El grueso de nuestra atención era
enfocado en nuestra hija y en el ambiente universitario que nos encantaba a los
dos.
En
el campus había constante actividad. A menudo llegaban a dar conciertos o shows artistas en ascenso populares entre el estudiantado
como Sonny & Cher a quienes escuché cantar su
famosa I Love You Babe al aire libre una tarde en media semana
escolar. Eran tiempos también en que Ronald Reagan corría para gobernador del
estado de California. El primero de abril de 1966 visitó nuestro campus para
dar un discurso de campaña. Me tocaba cuidar de Charissa
para que no nos costara la niñera, pero para no perderme a Reagan, la llevé
conmigo.?
El
evento fue afuera en una de las parcelas de terreno del campus. La tarde estaba
agradablemente soleada. Me había asegurado traer el coche de Charissa y tenerle lista su mamadera por si acaso. Eran de
vidrio en esos tiempos y ya a sus once meses ella la manejaba sola para beber.
Cuando me dio señales de tener hambre mientras Reagan hablaba al micrófono
detrás del podio a unos cinco o seis metros de donde estábamos, le dí su botella de leche. La tomó enseguida, llevándose el
chupón a la boca mientras se reclinaba en el coche. Como señal que bebía, me
llevaba por el ruido que se le escuchaba a la botella mientras succionaba.
Cuando paraba era probable de que había terminado o se
había quedado dormida la chiquilla. Yo estaba parado a su lado sobre el camino
de concreto que bordeaba el costado del amplio terreno de pasto que tenía
Reagan al frente. Cerca de 500 estudiantes y otra gente nos habíamos
concentrado sobre el campo y la acera de concreto no lejos del edificio donde trabajaba
Judy. Alternaba mi atención entre el discurso y el
ruido de la mamadera.
Con
su voz educada de su carrera de actor, Reagan seducía la atención del público.
La mayoría de los universitarios eran opuestos a su candidatura por las
posturas de derecha de su plataforma política, pero a todos allí ese día nos
tenía atentos y callados, si no por el contenido de su mensaje, de fijo por lo
placentero que era escucharle. A mi no me disgustaban del todo sus
postulaciones ideológicas. Lo cierto es que era difícil que le cayera mal a uno
el tipo.
De
pronto, cuando en medio discurso su magia nos tenía a todos concentrados en
silencio, un corto pero fuerte y punzante estallido de vidrió espantó a todos,
incluyendo al mismo Reagan, dejándolo mudo por unos segundos. El y todos
presente reaccionaron para identificar la procedencia del ruido. Al ver que las
miradas estaban dirigidas hacía donde estaba yo, me di cuenta que la causante del asunto había sido Charissa.
En el momento que vació la mamadera, la disparó cual proyectil hacía arriba y
al caer sobre el concreto reventó con una fuerza tremenda que fue proyectada
ruidosamente por los alto parlantes. La chiquillita tenía a veces la bendita
costumbre de tomar la botella por su chupón cuando terminaba de beber y dispararla
al aire con gran fuerza. En casa la alfombra protegía de que no rompiera en
pedazos, pero ese día, el choque contra el concreto de la botella vacía tapada
por el chupón, resonó como una pequeña explosión.
Cuando
Reagan se percató de la causa de la interrupción, hizo un comentario que no
llegué a escucharle, pero su afilado sentido del humor hizo que la gente
rompiera en risa. Sonrojado, recogí y boté en un basurero cercano los pedazos
de vidrio, mientras por dentro me moría de la risa al recordar el gran espanto
que nos había dado a todos este piojito de gente que era mi hija.
Cuando el futuro presidente de 54 años terminó su discurso, monté a Charissa sobre mi cuello y hombros como si a caballo y me
dirigí hacía el podio para unirme a los que se acercaban al candidato para
saludarlo. Cuando me tocó mi turno, Reagan despliega una gran sonrisa, le toma
la manito a Charissa y le dice: "So
you?re the kid that finally shut me up and stole my show, huh!." Y Charissa, lindísima bebe que era,
lo derrite con una sonrisa Gerber de su parte. "Boy," añadió
Reagan, "she?s a beauty ain?t she." Luego me choco la
mano, me dijo algo que no recuerdo y me despedí deseándole suerte en su
campaña.
El
telón socio-político universitario de fondo en nuestro
campus cuando Reagan lo visitó, era el de un estudiantado en creciente
rebeldía. Aunque las convulsiones más intensas emblemáticas de los
revolucionarios cambios?
sociales de los SIXTIES
no se habían sufrido en ese recinto del sistema de universidades del estado, ya
comenzaban a sentirse. El ambiente estaba cargándose de tensión política y
social. En las universidades de Berkeley y San Francisco el recibimiento de
Reagan posiblemente hubiese sido otro. Habían sido ya el foco central de
fuertes disturbios y transcendentales manifestaciones estudiantiles. Estudiantes
rebeldes del movimiento conocido como el Berkeley
Free Speech Movement
encabezado por Mario Savio, el lider
estudiantil de 22 años que lo originó en Diciembre de
1964 con un sit-in en Sproul
Hall, habían desafiado a las autoridades colegiales y del orden público
aceptando el precio de los notables arrestos y tratos rudos que recibieron. El
creciente malestar y repudio a la guerra de Vietnam en los principales campus universitarios
del país, comenzaban a manifestarse en enérgicos actos
de protesta contra el gobierno de Lyndon Johnson. La
universidad de Berkeley ya había sido escenario en Mayo
de 1965 para el mayor de los "teach-ins" organizados por el movimiento Students for a Democratic Society. Estos eran eventos no-violentos donde se daban
seminarios y discursos y manifestaciones para protestar contra la guerra, contribuyendo
a la creciente efervescencia de rebeldía en los campus. En agosto los violentos
disturbios en el distrito negro de Watts, habían
puesto en manifiesto que la desatención y el prejuicio social y el abuso de las
minorías serían seriamente combatidos, y con violencia si necesaria, causa con
que muchos estudiantes intelectuales se identificaron.
Todo
ese revoltillo social me atraía. Desde mi adolescencia tenía sensibilidad para
la política y pasión por las causas de cambios y transformaciones sociales rápidas.
Pero lo mantenía todo a cierta distancia por miedo a involucrarme demasiado y
desviar la compulsiva atención prioritaria que le había fijado al futuro de mi
familia. Vivía una encrucijada de valores mientras presenciaba, de cerca en el
seno del calor universitario en que se estaba manifestando, el fervor
revolucionario de la época. Por un lado sentía empatía
solidaria por las razones de la rebeldía generalizada de los estudiantes contra
las instituciones de enseñanza que paradójicamente le negaban en sus recintos
el derecho a expresarse libremente sobre temas de tanta importancia para el
país y el mundo. En cambio, por el otro, estaba suscrito a los criterios de
derecha sobre las virtudes de la ley y el orden, producto en parte de los
residuos del adoctrinamiento anticomunista que inculcaban las películas de
Hollywood que me fascinaban de niño, pero mayormente el que recibí en mis
cuatro años de academia militar en el ambiente redneck de Atlanta, Georgia.
Yo
no estaba en contra de la guerra, por ejemplo. Un primo hermano, graduado de
West Point estaba por ir a Vietnam de segundo teniente. Eso era una razón de
orgullo entre otras que me inclinaban a justificar la guerra.? También simpatizaba con los Demócratas y era
propenso a defender a Johnson como presidente, quién promovía sus razones por
perseverar en el conflicto. Hasta firmé una petición en el campus en su apoyo,
cosa de que me avergoncé no mucho después. Parte del cambio de sentimiento por
la guerra, habiendo otras razones personales más profundas, se debió a la
triste muerte en mayo de 1967 de mi primo en la guerra. Su muerte fue reportada
en NEWSWEEK y el titular de el Panamá América en inglés leyó "SWIFT DEATH BRINGS
FLEETING U.S. FAME TO YOUNG ISTHMIAN KILLED IN VIETNAM". Pero lo verdaderamente trágico de su muerte fue el
morir al disparársele su propio rifle. Me llevaba apenas unos meses de edad.
Mi
cambio ideológico se dio ante la verdad de los hechos que se daban a diario en
las universidades por todo el país. Poco me convencían las argumentaciones
aportadas por la ideología derechista por la que casi automáticamente era
propenso. La íntima verdad que estaba conociendo de los acontecimientos de los
mediados sesenta que vivía de cerca me era transparente no solo
intelectualmente. La estaba sintiendo también en el corazón de mis valores
humanistas.
En
ese estado conflictivo ideológico me encontraba cuando acudí a mi clase de
laboratorio de Biología, uno de los cursos electivos que era obligatorio tomar
para el currículo general de estudios. El horario de las tres de la tarde me
era doblemente conveniente. Era la última clase del día donde la pasaba entretenido
diseccionando toda clase de animalitos y aprendiendo sobre nuestra realidad
orgánica.? También porque al terminar
podía esperar a Judy que saliera del trabajo para
irnos juntos a casa y recoger a Charissa donde Mrs.
Smith, su corpulenta niñera, con aspecto de abuela, en cuyo acolchonado pecho y
brazos caía felizmente dormida nuestra hijita. Fuimos afortunados en tener a la
señora de residente en nuestro edificio.
Cuando
entré al salón de laboratorio no encontré la configuración de costumbre de alumnos
concentrados en sus tareas de investigación ante las largas y anchas mesas de
trabajo. Los nueve o diez alumnos estaban todos sentados en grupo y muy atentos
alrededor de una sola mesa frente al profesor que les hablaba sentado sobre su
escritorio. El ambiente era calmado y se registraba seriedad en la cara de los
alumnos. En el bajo volumen de su voz, le sentí convicción al maestro y
sinceridad en lo que decía. Cuidando de no hacer ruido, descansé mis libros
calladamente sobre una mesa y me acerqué al grupo. Tomé un asiento al extremo
de la mesa, cerca de una estudiante que me instó a que acercara el asiento para
escuchar mejor.
No
era nada de Biología lo que les conversaba el profesor. Estaba intercambiando
con los estudiantes opiniones sobre los movimientos revolucionarios que se
estaban dando en Berkeley y la universidad de San Francisco y todos los campus
principales del país. Y lo estaba relacionando todo al marco de la nación
entera y a cómo eran de ser afectados todos los niveles de la sociedad
norteamericana. Dijo que los eventos que trastocaban los cimientos del orden
conservador prevalente hasta finales de los ingenuos 50 debían analizarse en el
contexto de la evolución natural que ocurre cuando a la generación existente y
en control se le dificulta darle paso a la siguiente.
"En
su discurso inaugural en enero de 1961", nos manifiesta el profesor, "el Presidente Kennedy sonó el clarín del nuevo orden
generacional a que se le estaba encargando el futuro de la nación.? Lo que estamos viviendo ahora no es más que
los dolores de parto de esa pasada de antorcha que nos pronosticó el asesinado
presidente."
En
donde era de parar todo, el no sabía, nos confesó. Pero nos ofreció una
elocuente perspectiva de porqué pensaba que la historia quedaría en el lado de
los principios en que eran basadas las protestas de los estudiantes: la
libertad de expresión, la de protestar los abusos de los gobernantes y
gobierno, libertades arraigadas en la constitución del país y en los derechos
humanos del individuo. Y, que tanto las razones que daba Johnson para continuar
la guerra, así como los argumentos de los presidentes universitarios para
limitar los derechos de los estudiantes a protestar, eran postulaciones
anacrónicas que no iban al paso de los nuevos tiempos que se avecinaban. Y
tarde o temprano la tiranía sobre el pensamiento y el hablar cedería ante la
fuerza de los principios en que fue fundada la nación norteamericana.?
No
todos los estudiantes estaban de acuerdo con el Profesor, pero los
cuestionamientos que le hicieron fueron hechos en el mismo tono calmado y
sensato. A cada interrogante planteada, con el aplomo de una sabiduría
transparente, respondía el profesor de manera que le promovía al alumno la
voluntad propia de darle una segunda y más realista mirada a su manera de
pensar. Me encantó la atmosfera serena en la cual se estaban discutiendo temas
de tan importante profundidad y nivel intelectual. En la facultad de
administración de empresa nunca había tenido un intercambio de opiniones a ese
nivel, y tan interesante. Los temas que estaba tocando el profesor eran los en
que yo venía pensando pero no había tomado ni tenido
la oportunidad de ventilar.? Había estado
yendo tercamente de frente, como caballo de arreo con su vista periférica
obstaculizada para que mire solo hacía las obligaciones que tiene por delante.
La hora de laboratorio la pasamos hablando por completo sobre esos
temas. Nada de trabajo escolar se hizo. El tiempo se me pasó volando y a su
final sentí que se me había reformado el escenario de mis errantes
convicciones. Había quedado entreabierta la puerta hacia nuevas consideraciones
de quién era yo.
Cuando
sonó el timbre que anunció el final de la hora de clases, la joven mujer que
sugirió que me acercara para escuchar mejor al profesor? se me acercó para que intercambiáramos
opiniones sobre lo que se había discutido en clase. Ella estudiaba humanidades,
pero se dirigía a su clase de Arte, curso electivo que había tomado. El
departamento de arte quedaba en dirección a buscar a Judy
así que caminamos juntos. Cuando llegamos a su salón fui atraído por el
ambiente interior y me entró una nostalgia por el sentir de lo rico que era
entregarse al oficio artístico. La muchacha me invitó a que entrara al salón y
me quedara un rato. Faltaba media hora para que Judy
saliera del trabajo, así que me quedé hasta que la maestra comenzó a supervisar
los trabajos de los alumnos.?
En
el poco tiempo que estuve en su salón le conté a Helen que yo dibujaba y
pintaba desde pequeño, y lamentaba no haber persistido en hacerlo. Al día
siguiente, habiéndome pedido que me reuniera con ella en la cafetería antes del
mediodía, se presentó al encuentro con una tableta de hojas para el dibujo y un
juego de lápices y otros implementos para el carboncillo. Había comprado dos
emparedados y dos jugos enlatados, y me instó a que la acompañara durante el
almuerzo a un "lugar especial".
Nos
dirigimos hacia el este, a un área de campo alejado de la vecindad de Hayward y
poco poblado. Nos tomó unos 20 minutos llegar a la carretera angosta de asfalto
que nos condujo a un área densamente forestada, hasta que llegamos a la entrada
de un prado. El área del prado estaba cercado con
arbustos en fila que se veían que eran maquillados solo en ocasiones. El portón
de hierro, abierto de par en par en medio del frente del campo despejado, daba
paso a un corto camino derecho y angosto que terminaba frente a una rotonda
grande de concreto hecha al estilo iónico con base, domo y columnas libres al
redondo, típico de la arquitectura greco-romana. No me esperaba ver algo así.
La escena era bella. Helen tenía razón. Era hermosamente especial el
sitio.?
Detuve
el auto a la mitad del camino de entrada para apreciar la estructura mientras
caminábamos los últimos metros hacia el edificio. A cada paso se pronunciaba el
fuerte y constante sonar de un torrente ruido emanado desde el vientre de la
rotonda. Subimos los escalones que daban al cercado en círculo de concreto que
rodeaba el núcleo de la especialidad singular del lugar. Era una estación de rebombeo de agua que recibía el preciado líquido que
provenía de los alejados manantiales de la cordillera cercana para dirigirlos a
los campos agrícolas y comunidades de la región.
"El
material de dibujo es para ti", me dijo Helen, "para que comiences a pintar de
nuevo."
No
me puse a dibujar allí, pero había sido inspirado para hacerlo por las bellezas
del lugar y el lindo sentir de una amiga sensible a las cosas del alma humana.
Antes
de regresar al colegio le metimos diente a los emparedados y hablamos sobre
nuestras vidas, de filosofía y de mi atractivo por el infinito y mis encuentros
con él cuando pintaba en mi infancia. Ella no se consideraba muy buena para el
dibujo, pero le divertía su clase de arte. Tenía un novio que se sentía afortunada
en tener, pues ella sufría de ataques epilépticos, unos que había tenido en su
presencia, y le admiraba y agradecía que la había aceptado con todo y su
condición. Pensaban casarse pronto. Yo le conté de mis planes de estudiar y
eventualmente regresar a Panamá. Quedamos en que pronto tendría una muestra de
cómo manejaba el carboncillo.
En
pocas semanas produje varios bosquejos y dibujos, uno basado en la borrosa pero
profundamente sentida memoria de la imagen de la rotonda y el prado en que
yacía. Nunca supe el porqué de la estrambótica pero atractiva arquitectura de
la estación. Y nunca llegué a enseñarle los dibujos a Helen. Nos vimos unas
pocas veces más en el Colegio y de pronto no la vi más. El nuevo ímpetu para
volver a hacer arte que ella me había motivado tan gentilmente,
se disolvió del todo cuando mi hermano Rolando me llamó con noticias inquietantes
y un pedido que me obligó otro cambio radical de curso.
La
llamada de Roly llegó un mediodía cuando el estaba de
paso por Miami rumbo a visitar el mercado del Caribe que la empresa de mi padre
abastecía de marcas de prestigio de perfumería francesa. Yo estaba preparando a
Charissa para dejársela a la niñera y de allí iba
loma arriba al colegio.
"Las
cosas no van bien en la compañía," me dijo. "El viejo metió un par de patas con
inversiones y yo estoy haciendo lo posible para mantener todo a flote y andando
en buen camino, pero no me doy abasto. Necesito tu ayuda, lika bradda."?
éramos de Colón, y hablar en el dialecto de los negros antillanos de
Panamá era costumbre en el parlamento de cualquier colonense auténtico. "I kiant do it aluone, an Max ain?t
moch help. How long more you gwain be in school?"
"Yo
no se, Roly. Me faltan unos cursos importantes para
asegurar los conocimientos que quiero tener antes de atreverme a meterle el hombre
a la compañía."
"Tranquilo,
pues" me respondió. "Pero fíjate a ver que puedes hacer. No se cuanto pueda
aguantar el barco a flote. Te llamaré de nuevo desde Miami a mi regreso del
Caribe, para ver que has pensado y hablar más del asunto. Teik kier of yoself lika bradda."
"You too, Roly".
Era
obvio lo que tenía que hacer. El año y medio que llevábamos en Hayward lo
dedicamos Judy y yo a lo que nos vino natural en
nuestros roles de padres de una criatura que al pasar los meses se ponía más
bella y encantadora. Tenía linda disposición la Chari, era una bebe contenta y
alumbrante y atrayente. A quienes se le acercaban, los premiaba con su hermosa
y hechizante sonrisa. Principalmente para conocer a Charissa
nos visitaron Elva, Doña Querube y mi madre, Ligia. Mi suegra, quién seguía en
San Francisco y veíamos regularmente, pudo cimentar un nuevo nivel en la
amistad con Ligia durante las semanas que se quedó con nosotros. Nuestra nueva
vida de universidad y padres de familia parecía ir sobre buen riel. Mis
estudios avanzaban. Todo estaba estable.
Excepto
por un factor. Mis ahorros se estaban acabando y no iba a ser posible subsistir
solo con el salario de Judy. Durante el tiempo que
trabajé en Dunham Carrigan
& Hayden pude enviarle dinero mensualmente a mi
viejita y lograr los ahorros para al menos un año de estudios, pero poco
faltaba para que se agotaran. ?Qué hacer entonces en una emergencia donde
necesitaríamos del recurso económico para hacerle frente? Nuestro estado de
dinero era precario y la presión de tener que buscar empleo comenzó a
preocuparme. Como medida de precaución cambié la estrategia de mis estudios.
Dejé de lado las materias electivas obligatorias de artes liberales y comencé a
concentrarme en las que tenían que ver directamente con la administración de
empresas. Así armaría sin pérdida de tiempo, sin esperar los cuatro años de
estudios, la base de los conocimientos teóricos y técnicos que necesitaba sobre
como manejar un negocio. De esa manera estaría relativamente preparado con los
estudios necesarios en caso tal me viera en la necesidad de regresar a Panamá
antes de lo esperado.
El
trimestre escolar siguiente lo embutí de? materias, sabiendo que pronto después
dejaría la universidad para regresarme a Panamá.? Pero antes pensé en trabajar unos tres meses
para irme con algo de dinero. Después de un embarazoso y desagradable intento
de ser vendedor de la aspiradora RAINBOW, desistí de la idea. Después de todo
solo pospondría el retorno a Panamá, y valía más, deduje, llegar pronto y darle
sin demora la ayuda que necesitaba mi hermano. Y en cuanto a como emprender el
viaje de regreso, se me ocurre comprar un busito/camper Volkswagen para
echarnos el viaje en auto por la pecaminosa ruta panamericana. Pronto deseché
el plan del camper e hicimos el viaje en otro estilo de auto. Con nosotros
viajó Elvita, prima de Judy
y contemporánea de edad. Charissa tenía un poquito
más de un año. Nos tomó 10 días en condiciones de carretera que no eran nada
parecidas a los confiables trechos pavimentados de cada país que forman el
camino interamericano hoy día. Nos llevamos un par de buenos sustos por lo
riesgosamente peligroso que estuvo la ruta en algunos puntos, y el Pontiac GTO
nuevecito en que viajamos llegó a Panamá hecho leña.
Y así fue que en marzo de 1967 me encontré de regreso en
Panamá con mi bella hijita y la mujer, ahora mi esposa, a la que tres años
antes fui a buscar a Dallas.? Llevaba
también en el banco de mis experticios la valiosa
cosecha de materias universitarias completadas y aprendidas que me propuse
conseguir. También me acompañaba la firme disposición de trabajar fuertemente
para cumplir con la promesa que le había hecho a mi padre. Irónicamente 5 años
después, habiendo fallecido mi viejo y estando mi hermano exiliado de su país
desde el golpe militar de 1968, me encontraría de director ejecutivo de las dos
empresas celebrando mi re-encuentro con el artista en
mi y la decisión de cambiar el orden de mi existencia como comerciante para ir
en busca de la carrera profesional de ser pintor. Me tomaría 5 años más salir
por las puertas corporativas a los 33 años para abandonar el mundo del
comercio?sin mirar atrás.
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