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?Yo soy pintor!

1ra Parte

 

Cuando Judy me escuchó gritarlo a toda voz y con gran júbilo mientras me bañaba pensó que me refería a pintar casas. No se le cruzó por la mente que la eufórica exclamación se debía a que en ese instante me había liberado al fin de una gran incertidumbre personal. Era 1972; tenía 29 años y llevaba más de tres tratando con afán de encontrar un oficio diferente a que dedicarle mi futuro y un consagrado empeño. En media ducha fue que me llegó la iluminadora revelación.

"?Yo soy pintor, soy artista!"

El espontáneo alarido brotó como por válvula de escape, trayendo alivio inmediato para el estrés acumulado durante años. Había redescubierto al artista en mí, al que siempre había llevado conmigo desde pequeño, pero con el cual no había tenido contacto alguno en 5 años y nada en los 11 que los precedieron. Con el chispazo de claridad que tuve se levantó el telón de dudas e inseguridad que venían sofocando mi capacidad de encontrarle salida a mi dilema de qué nuevo rumbo darle a mi vida. Se me había hecho evidente, al fin, cómo me ganaría la vida cuando me atreviera a abandonar el rol de ejecutivo comerciante que poco ya me entusiasmaba.

En todo ese tiempo, sufriendo periodos depresivos sin poder dar con my own thing—para hacerlo al paso—no se me ocurrió que desde niño el pintar y dibujar me venía natural y fácil, tanto como la carpintería, cosa que también me encantaba hacer. De pelao la pasaba bien durante largos trechos de tiempo entretenido con el trabajo del arte. ?Por qué no considerar la profesión de artista, entonces, si el arte lo manejaba tan hábilmente? Además, siempre tuve sensibilidades especiales por cualquier tarea que necesitara de la creatividad artística.

Una vez la idea de que era factible realizarme como artista entró al terreno de mis opciones, la única pregunta de peso entre tantas que me hice era si podría tener éxito y sobrevivir como pintor. La única respuesta que encontré con un sentido irrefutablemente lógico: ?Si otros pueden, porqué no yo? Nunca conocería el éxito si no hacía el intento. Además, la idea de vivir la vida de artista era el foco del llamado intenso que estaba sintiendo en esos momentos de iluminación. La idea me había encantado apenas se me ocurrió. El futuro que vislumbraba si me atrevía era interesantemente largo. Así que sin mirar atrás me lancé de lleno a lo incierto y desconocido para forjarme una profesión de pintor en mi país?desde Colón. No tenía idea de por donde comenzar, pero al menos tenía la tranquilidad de saber que el punto de partida ya lo tenía en mano, y mío era el camino a labrar.

Las consecuencias de mi abrupto cambio de rumbo fueron fuertes para mi familia, particularmente mi esposa. Cuando salí del baño secándome con toalla en mano para darle a Judy las buenas nuevas de que ya había salido de las tinieblas y que me pondría a trabajar en seguida en el asunto de ser un profesional de la pintura, ella supo de inmediato que la cosa era en serio. Había visto esto antes en nuestra relación, y desde que éramos novios. Conocía bien que cuando era persuadido por el clamor o la imperante necesidad de cambiar de rumbo, en el momento que daba con el carril para darlo, iba pa?lante a todo vapor con entrega total?y obstinación.

La primera reacción de Judy al escuchar mis explicaciones del cambio que anunciaba fue de temor, con justificación. Tenía el marco de referencia de nuestro pasado para suponer con cierta certeza que la decisión repentina a que había llegado unilateralmente de ser pintor le traería consecuencias considerables. De ello teníamos varios antecedentes, cada uno un arranque de raíces y cambios que impactaron drásticamente el rumbo que tomarían su propia vida e inquietudes y ambiciones personales. Y lo que lo hacía mas serio esta vez, era el nuevo factor que teníamos que tomar seriamente en cuenta. Ahora de cuatro con el nacimiento de Derek y su apenas un añito, el bienestar de su familia era lo primordial de la inquietud de Judy.

El cambio que le acababa de anunciar a mi mujer era de un carácter completamente diferente al de los anteriores que había impulsado. Este traía consigo una serie de riesgos substancialmente nuevos y profundamente serios. Ella sabía que la nueva conquista en que era de enfocar el futuro de los cuatro exigiría capacidades y logros personales de parte mía que ella aun no había notado en mi, mucho menos visto manifestados. El ser artista requería de talento y habilidades que ella realmente desconocía de mi. No tenía seguridad de que iba a poder vender mis obras,? o más importante aun, ?qué obras? Después de todo, no tenía mucho en que basarse o algo que al menos le insinuara de que yo contaba con lo necesario para lograr el éxito como pintor.? Unos breves brotes en nuestro pasado de mi habilidad innata por el dibujo le habían confirmado mi vena artística, cosa que mucho admiraba. Pero no eran prueba contundente de que el Rogelio que conocía ahora contaba con las capacidades cruciales para poder sobrevivir como artista.

Su primer encuentro en 1964 con mi talento para el dibujo fue cuando viajamos tres días en tren rumbo a San Francisco, California. Yo aproveché una parada en el viaje para hacer una compra de útiles para el dibujo y le hice unos bosquejos a carboncillo de las escenas que veíamos desde la cabina Pullman que compartimos románticamente durante el idílico viaje. Fue allí, me ha dicho, que se dio cuenta de mis dotes de pintor. Pero eran unos bosquejos muy elementales. Nada del trabajo se destacaba como excepcional. En 1966 cuando había ingresado en la universidad del estado en Hayward—conocido como College entonces—realicé otro puñado de bosquejos que igualmente le impresionaron, pero tampoco eran notables por su originalidad. Finalmente en 1968, cuando ya habíamos regresado a Panamá casados y con hija, un brotecito de acuarelas y dibujos en carboncillo y grafito fue solo un tenue murmullo de que tenía un auténtico talento por la pintura. Esa era toda la pobre evidencia de mi obra que tenía Judy para determinar mi grado de maestría en el oficio. Las probabilidades en mi contra que me esperaban la aterraban.

Pero a pesar de la inseguridad que le causaba mi decisión, Judy comprendía por que me era necesario un cambio radical en el estado de mis cosas. Venía viviendo y sufriendo conmigo las repercusiones de la creciente antipatía que le había cogido yo a la vida de comerciante. El desencanto serio comenzó en un viaje de negocios en el que sufrí un súbito cambio de valores que alteró por completo el esquema del estilo de vida que deseaba llevar. Mi vida y trabajo de ejecutivo perdió su atractivo casi instantáneamente, tanto así que cuando regresé del viaje, en el momento que Judy se encontró conmigo, notó enseguida que ya no era el mismo.? Me la pasé en tinieblas desde entonces, tratando de dar con el nuevo Rogelio que por ahí estaba en algún lugar dentro de mi.

Por su parte, Judy también atravesaba nuevos caminos de sus propios cambios de valores e intereses en la vida, y comprendía el porqué de mi desanimo con el mundo de empresas. Ella también encontraba aburrido y falto de estímulo el rol de mujer que la sociedad panameña, particularmente la colonense, esperaba que ella desempeñara. Por eso cuando detectó el grado del entusiasmo con que le participaba mis buenas nuevas, ella supo que la idea de ser artista al menos iba en perfecta línea con esa nueva fórmula de existir que veníamos los dos deseando encontrar. Y al verme que ya yo estaba encaramado en mi nuevo patín, lo mejor era que se preparara ella para el cambio radical en su vida que le venía y que afectaría a toda su familia. Yo estaba anunciando la partida de mi tren, y si no quería quedarse atrás, tenía que montarse en él, hacer sus ajustes necesarios, disfrutar de las aventuras que traería consigo el viaje?y sacarles su propio provecho.

Uno de los antecedentes de este tipo en nuestro pasado que justificaba su presentimiento de lo que le venía, lo vivimos a casi dos años de nuestro apasionado noviazgo. Ella, de 16, estaba recién graduada. Yo era un delirantemente enamorado joven de 17 frustrado por el estancamiento que sentía del prolongado aprendizaje a que me había sometido mi padre para que tomara cargo de la bodega de la empresa en la Zona Libre. El era un fiel creyente de que la mejor manera de aprender un negocio es trabajarlo desde abajo, "from the ground up" nos decía a mi y a mi hermano. Me esperaba un término largo en las bodegas. Pero era lo que deseaba mi padre y no le cuestionaba su buen juicio. Eventualmente saldría del polvoriento depósito en que me la pasaba estornudando. La espera la hacía tolerable el amorío con Judy, con quién estaba caído desde mis 12 años. Hasta cuando nuestro intenso acople romántico suscitó lo temido.

Los padres y tíos de Judy pensaban que éramos demasiado jovencitos para un noviazgo tan serio, como a toda evidencia lo era. Mis padres también lo pensaban, pero ya me consideraban hombre lo suficiente para saber lo que estaba haciendo. La familia de Judy, sin embargo, quería que la muchacha tuviera su educación universitaria, y estaban convencidos de que ese futuro le sería troncado por lo intenso de nuestro romance. Además yo no era el candidato ideal que concebían para ella. Los partidos que le idealizaba la tía rica—quién llevaba las riendas del dominio de la familia—eran de otro estrato social y económico.?

Yo no dudaba del amor de Judy hacia mi, y no me causaba reparos que su familia pensara que merecía un pretendiente de mejor "calidad". La seguridad en mi mismo era sólida. La había madurado desde los 13 años en la academia militar cuando me despojé del sufrimiento y la humillación que me causaba el tartamudeo que había mermado mi autoconfianza desde que era niñito. En la academia me hice hombre y de esos que no dudaban del buen calibre de su hombría.

Esa nueva autoconfianza también estaba revestida del orgullo que había cosechado de mis apellidos. El uno por la reconocida inteligente masculinidad que caracterizaba a los varones Pretto—legado genético que comenzaba a representar fielmente mi maduración física. Y el otro por el vínculo directo sanguíneo e intelectual que tenía con la historia patria, siendo nieto de Sebastián Villaláz—hermano de Nicanor y yerno de Gil Colunje. Estos dotes en que se sostenía gran parte de mi autoestima, tenían mi ego suficientemente inflado de seguridad personal. Ningún rabiblanquillo o niño ricachón me era amenazante solo por razón de su nivel social o económico.

Pero lo que si puso en inmediato desbalance la ecuación de lo que yo podía o no controlar de mi relación con la mujer que amaba, fue el prematuro apuro con que la enviaron a Texas acompañada de su madre Gladys a principios del ?63 para dizque ingresarla en la universidad de Dallas, ciudad de donde los familiares del padre de Judy, los Von Tress, son oriundos. La habían registrado como alumna de internado para el primer trimestre del nuevo año escolar que iniciaba mucho más tarde en el otoño. Pasaría todos esos meses en casa de la abuela, a dos mil millas de distancia. Y no existía el Internet, ni celulares que sirvieran de paliativo para mi congoja. Para bálsamo de alivio solo contaba con la lenta comunicación aeropostal y las carísimas llamadas de larga distancia que poco me podía costear.?

Se habían conjugado fuerzas fuera de mi control, contra las cuales poca capacidad tenía para luchar. Pero yo no quería perder a mi novia. La separación se me hacía cada ves más insoportable. La pasaba espantado por el refrán "amor de lejos, amor de pendejos" que por años escuché a mis? padres expresar. Le escribía obsesivamente a diario a Judy para no correr el riesgo de que el lema aplicara en mi caso. A veces le escribía varias cartas al día, que me aseguraba tirar yo mismo al buzón del correo y a tiempo para ser incluidas en el despacho de la mañana a Tocumen y luego en el de la tarde donde darían ruta a su destinatario en tres días, con suerte. Una vez le acumulé tal cuentaza a mi padre de las llamadas que le hacía a Judy desde las cabinas del centro de llamadas internacionales de ITT en Viejo Cristobal, cerca de la estación de ferrocarril, que rápidamente le impuso límite a mis ganas de llamar.

Nada disminuía la angustia que me causaba la separación. Estaba obsesionándome al punto de más no poder. Dos prototípicas manifestaciones de parte mutua de lo que advertía el "amor de lejos?" fue lo que al fin derramó la gota de mi martirio. En los meses interminables que habían pasado, cada uno independientemente, por razones diferentes, dio los primeros pasos de salir en date con terceros.

Eso era lo que me faltaba?y dije ?basta?me voy tras ella!

En poco tiempo había ya aplicado y sido aceptado en su universidad. Cuando le anuncié a mi padre que iría en busca de la educación universitaria para servirle mejor en el futuro, sonriente respondió "mas jalan dos tetas que una carreta". De mi adorada madre obtuve comprensión y su bendición a pesar de que la dejaba sola con mi hermanita y sin mi aporte mensual a los gastos de la casa. Aunque conocedora de la desilusión amorosa por sus dos divorcios, entendía del fogaje de amor que me consumía. Grande de corazón mi madrecita, recolectó un dinerito suficiente para que yo subsistiera hasta donde alcanzara. Y mi viejo, que se encontraba jodido de plata por la política y otras tortas financieras que había hecho, acordó en pagarme el primer trimestre escolar. De allí en adelante "you?re on your own", me dijo.

La familia de Judy se dio cuenta de mis planes. Un día mientras transitaba en la camionetita Taunus de mi madre por la Avenida Roosevelt, se me puso al lado el Chrysler de la tía de Judy con el esposo manejando e hicieron que parara. Con nuestros autos en media calle, bloqueándole el paso a otros que venían detrás, me dijeron que me habían conseguido una beca para cuatro años de estudio universitario?en Ohio.

"No te van a costar nada tus estudios" me aseguraba la tía Elva. "Todo está arreglado. La beca está aprobada."

"Muy amable de sus partes, pero no gracias", les respondí cortésmente. Aproveché las pitadas de los que esperaban atrás para que fueran esas las últimas palabras del peculiar encuentro y el torpe intento de Elva de ponerle freno a mi obstinada persistencia de ir tras mi Dulcinea.

Y así, para el espanto de todos, fue que le llegué a Judy en Dallas en enero de 1964, no mucho después del asesinato de Kennedy y un pringo antes de la primera invasión de Los Beatles en terreno norteamericano y el hemisferio. Al fin estaba con mi amada. Ya me encargaría del futuro y de cómo sobrevivirlo. Por lo pronto, a ponerme a estudiar y redimirme ante los ojos de los dudosos y no defraudar a los creyentes en lo correcto de mis motivos.

En Dallas duré solo un trimestre. La necesidad de cambiar el estado insatisfactorio de la situación en que me encontraba motivó un nuevo borrón y cuenta nueva en los planes para mi futuro. Fue el segundo cambio brusco que Judy vivió conmigo. Yo estaba casi sin dinero. Me quedaba poco de lo que me había dado mi madre. Judy andaba en las mismas. Al comprometernos, su padre le anunció la suspensión de su soporte económico. Por otro lado, estábamos insatisfechos con la estreches mental y el asfixiante ambiente conservador de Dallas. Gladys, la madre de Judy, recién divorciada de su padre llevaba varios meses de estar viviendo y trabajando en San Francisco con mucho entusiasmo. Las cartas que le enviaba la mamá a Judy y los cuentos que le echaba sobre la hermosa y excitante ciudad fueron suficientes para despertarnos el interés en irnos para allá. Así, con lo poquito que logramos empacar en un baúl maletero y una maleta, en junio de 1964, justo después de comprometernos, emprendimos el viaje de tres días por tren al encantador City by the Bay en donde finalmente nos casamos, tuvimos a Charissa y permanecimos dos años y pico?hasta cuando una vez más decido cambiar el orden de cosas por completo.

Durante los tres años que vivimos en California mi norte fue de asegurarme un empleo e ingresar a algún colegio universitario para educarme en comercio y regresar a Panamá preparado en todo sentido para cumplir con mi padre y mi familia. San Francisco, el opuesto radical de Dallas, nos había encantado desde que llegamos.? El frescor de comenzar una vida nueva en la bella ciudad y el aire de promesa que en ella le sentíamos nos alentaba hacia al futuro que nos esperaba. Pero el carácter triste de mi condición económica al llegar a la ciudad exigía una urgente respuesta para que pudiésemos comenzar a disfrutar de la aventura del nuevo comienzo.

Para mi llegada, Gladys había arreglado con una familia humilde de Chicanos para que yo le alquilara una cama del dormitorio de su niño y el uso del baño del apartamento por $25 al mes. La situación la encontré muy deprimente e intolerable. Ni de a vaina que iba a quedarme en esas circunstancias por mucho tiempo. Andaba arrancado de dinero pero nada que ver. No estaba dispuesto a someterme a ese nivel de incomodidad. Empeñado en que no duraría mucho en esas circunstancias, convencí a mi suegra que me alquilara en vez el sofá de su apartamento a cien, dinero que le di enseguida, sospechando que le vendría útil dado su modesto salario y lo propensa que era de perder trabajos.

En su vida de casada Gladys nunca tuvo que trabajar, mucho menos en oficinas. Ya divorciada y habiendo cumplido con Judy al instalarla en el internado de la Universidad de Dallas, se había atrevido a romper el molde de su pasado e irse a San Francisco para probar su capacidad de mantenerse por cuenta propia. Viajó en auto desde Dallas en compañía de la prima Estilita quién también sola y sin compromisos comenzaba un nuevo capitulo en su vida. Pero una vez instaladas, Gladys no estaba teniendo suerte manteniendo un trabajo. Su falta de experiencia para la mayoría de los tipos de empleo que conseguía se hacía evidente cuando procuraba desempeñar sus labores. Pero la tipa perseveraba. No le tocaba otra, dada su situación económica, la cual hubiese sido distinta si por un acto de torpeza o descuido no hubiese dejado de exigir las compensaciones económicas que le hubiera asegurado un buen abogado de divorcio, del cual nunca se sirvió. Irónicamente, en parte al menos, la precaria situación financiera de mi futura suegra sirvió para que aceptara sin mucha resistencia mi propuesta de vivir con ella y con su hija. En corto tiempo, acabé con el malestar del patético estado de alojamiento en que me encontraba.

Los dividendos para todos del arreglo con Gladys fueron inmediatos.  Enseguida sentimos el confort de la estabilidad y la seguridad y la felicidad que causaba el vivir juntos. Tomé el rol del varón que servía de guardián físico del hogar y sus mujeres. A Gladys le servía frecuentemente de chofer y para hacerle mandados. También tenía habilidad para hacerle arreglos menores de carpintería y reparaciones al apartamento. A Gladys le agradaba atenderme y mostrarnos lo que conocía de la ciudad. Nos llevábamos bien, como lo hacíamos desde que era novio de Judy en Panamá, y hasta años antes cuando yo era parte de la chiquillada que se reunía regularmente en su casa en Colón. Sin esfuerzo ni estorbos mutuos nos encontramos compartiendo vida juntos los tres en tranquila armonía. Solo nos quedaba a Judy y a mi conseguir trabajo pronto. Necesitábamos la estabilidad de un empleo para poder fijarle fecha a nuestra boda, la cual queríamos que fuera cuanto antes para legitimizar nuestra unión.

En menos de tres semanas encontré el deseado trabajo, y no era del todo mal. Obtuve un puesto de vendedor para una distribuidora de ferretería y artículos para el hogar que me ofrecía seguro médico y otros beneficios al formar parte del sindicato de trabajadores de las bodegas mientras cumplía el periodo reglamentario de entrenamiento en Ventas—from the ground up. Irónicamente, como hice en la bodega de la compañía de mi padre, me la pasaba llenando físicamente los pedidos de la clientela de la empresa?solo que no estornudaba tanto.

Judy tuvo igual de suerte. En poco tiempo consiguió trabajo como oficinista para el cuerpo de estenógrafas del departamento de compras del prestigioso almacén de lujo I. Magnin.? Sus conocimientos en mecanografía y estenografía, aprendidas en el colegio María Inmaculada le favorecieron mucho. También la ayudó su coraje de responder "sí" cuando la mujer que la entrevistaba le preguntaba si sabía hacer esto o lo otro. Pero el remate lo dio con su don de gente, su agradable y chispeante personalidad y la manera diplomáticamente respetuosa e inteligente con que se manejaba ante los demás, contaran o no con rango de importancia. En pocas semanas las habilidades excepcionales y propias que lucía para la comercialización captaron la atención de su jefa y fue promovida a formar parte del grupo de secretarias del Vicepresidente de la división de Comercialización. A Judy le fascinaba su trabajo en I. Magnin.

Al vernos estables económicamente y ansiosos por comenzar una nueva vida juntos y libres, fijamos la fecha del casamiento en junio, después del 22 de Mayo, fecha en que Judy cumplía sus 18 años y obtendría su mayoría de edad.? Ya no requeriría el consentimiento de sus padres para casarse. Yo, sin embargo, según leyes del estado, lo necesitaba, el cual, sin perdida de tiempo, solicité a mis padres que fuese enviado desde Panamá. Por razones comprensibles, a mis padres no le sería posible asistir a la boda.

Así pues, al fin, y con asombrosa prontitud y sin mayores dificultades, nos encontramos Judy y yo a las tiernas y precarias edades de 18 y 19 años sobreviviendo por nuestra propia cuenta y trabajo en la más bella y encantadora ciudad de Estados Unidos.?

Pero los planes de nuestro casamiento sufrieron un contratiempo. La movida de vivir con Gladys y Judy escandalizó a sus familiares en Panamá, particularmente a Elva, la tía media-matriarca, y de seguro Querube, la reverenciada y queridísima abuela de Judy y arbitro general del comportamiento entre los miembros del ramo de la familia Estenoz-Grimaldo y sus cónyuges y otros satélites. Quién nos informó del alboroto que habíamos causado fue Guillermo, primo hermano de los tíos de Judy por la parte Grimaldo de Querube. Guillermo residía en San Francisco desde muchos años y yo había comenzado a compartir socialmente con él. Estaba bastante enterado del arreglo mío con Gladys. Siempre sospeché que fue él quién sopló el bochinche a su compadre Toti, tío de Judy, quién a su vez le dijo a la tía Elva y Elva a la abuela Querube, etc.. Y como eran las cosas en la sociedad colonense, seguramente culparon la escandalosa situación a mi osadía e impudicia que de manera abusiva se impuso a la pasividad y vulnerabilidad que le caracterizaban todos a Gladys. Me imagino el murmureo: ?Cómo puede permitir Gladys que este hombre viva en su casa, y con la hija allí? ?Que clase de mala influencia está ejerciendo ese tipo sobre el buen juicio de Gladys? A la hija ya la tiene engatusada, ?ahora a la madre?

Estaba preparado para cualquier consecuencia que tuviera el asunto.

La primera fue Gladys. Con todo y lo bueno que estaba la situación en casa con ella, le causaba gran incomodo lo que escuchaba de Panamá y lo que le decía Guillermo. Y tampoco le sentó bien la noticia de nuestra boda, como si estuviese en negación sobre la intención de nuestro compromiso. Pero no se atrevía a decirnos mucho al respecto, solo que no nos apuráramos y que por favor postergáramos los planes del matrimonio para darle oportunidad a que Doña Querube asistiera la boda. La señora de 70 años no viajaba en avión ni de a vaina, por lo que había que formularle planes para viajar en barco desde Panamá. Accedimos en casarnos a finales de Agosto, para darle chance a que llegara Querube.

Por supuesto, la llegada de la notable abuela significaba que yo no podía seguir viviendo con Gladys y Judy. Eso lo entendíamos todos. Además, la situación con Gladys estaba tornándose algo tensa. Así que me puse a buscar donde vivir, y pronto conseguí un apartamentito en la misma cuadra de la calle Arguello donde ya estábamos. Tan pequeñito era el apartamento que todo el ancho de la sala lo ocupaba el largo del sofá. El acogedor nido era un ático convertido en apartamento de un clásico edificio de San Francisco de tres pisos que quedaba justo al pié y al otro lado de la calle del hospital universitario de la Universidad de California. Cerca, por uno de los costados de nuestro edificio, transitaban tranvías de una de las líneas de los afamados Cable Cars. Cada vez que pasaba uno, lo escuchábamos—y sentíamos—arriba en el apartamento. A 200 metros nos quedaba el parque Golden Gate, donde pronto brotaría el Flower Movement que dio nacimiento a la revolucionaria contra-cultura de los sesenta de los Hippies.

Mientras esperábamos la llegada de Doña Querube, la preparación de lo que sería nuestro primer hogar y la delicia que era disfrutar de las bondades de una ciudad tan sofisticada como San Francisco nos llenó de optimismo y gran contento. Y cuando al fin llegó la respetada y en cierto modo, temida señora, ella solita realizó que en lugar de disuadirnos (como era su misión original) lo mejor y correcto era de celebrar la singular ocasión de su adorada nieta y prestarle su ayuda. Feliz organizó con Judy los modestos preparativos tradicionales de sopa borracha y recuerditos para nuestra sencilla boda. Gladys se la pasó en un estado atónito durante el proceso.

De allí en adelante Querube y yo compartimos un cálido afecto y un gran respeto mutuo. La boda no contó con la asistencia del padre de Judy, ni de Elva y José María, y nadie más de la familia Estenoz o Grimaldo. No nos hicieron mucha falta, a decir verdad, pues estábamos felices.

El idílico estado de al fin vivir solos como recién casados no era de durar. En dos meses y medio después de la boda nos cayó la sorpresa de que Judy estaba en cinta. Cuando fue a recogerme a la salida de mi trabajo para darme la noticia con su cara de susto, no sabía como me caería el asunto. Pero apenas tomamos unos segundos para digerir su seriedad, decidimos sin reparo alguno recibir a la criatura con nuestros brazos y corazones abiertos. Se haya colado inesperadamente o no, Charissa era un auténtico love child y sería recibida con todo el amor que merecía de sus creadores. En Griego Charissa significa grace, gracia.?

Sin embargo, el embarazo no dejo de darnos el claro aviso de que la necesidad de un nuevo cambio total de nuestra situación era obligatoria. No podíamos negar que la fresca visión de nuestro futuro inmediato que estábamos apenas nutriendo a partir del casamiento, tuvo que ser suplantada por una que exigía una nueva prioridad de mucho más largo y serio alcance: la de ser padres, yo a los 21 y Judy 19. Eso hacía necesario que acelerará mi plan de ingresar en la universidad. Tenía que obtener las ventajas de la educación y asegurar el mejor potencial para darle un buen futuro a mi familia. Mi plan tomaba en cuenta ante todo el cumplir la promesa que le había hecho a mi padre de regresar educado y preparado para darle un hombro de ayuda profesional a su empeño por dejarnos una empresa que asegurara el futuro de mi hermano y el mío. No sabía cuanto me tomaría formarme la preparación necesaria. Con la necesidad de trabajar tendría que ir a clases nocturnas, o ver de que manera podía completar el programa de Administración de Empresa. Estaba dispuesto a hacerlo de la manera más rápida posible. Estaba convencido que con diploma en mano sería capaz a mi regreso a Panamá de aportar significativamente al progreso de los planes de mi padre. Y de esa manera le aseguraría seguridad económica y estabilidad a largo plazo a mi propia familia, que era ahora lo que más importancia tenía en mi vida.

En San Francisco State University no había cupo disponible para el nuevo término escolar en la facultad de administración de negocios y fui referido al California State College at Hayward como alternativa si no podía esperar el siguiente semestre. Una vez fui aceptado en Hayward, nos mudamos cerquita del Colegio a un apartamento de una recamara en un edifico de dos pisos que quedaba cerca de la calle central del pueblo al pié de la gran loma en donde estaba situado el campus del colegio. Charissa nació a los pocos meses en medio de mis exámenes finales del trimestre que cursé.

Me impuse un régimen de estudio a tiempo completo con el máximo de cursos permitidos para avanzar rápidamente hacia la licenciatura. A los casi tres meses de Charissa, Judy consiguió trabajo a cierta distancia de Hayward en el Office of Economic Opportunity de la iniciativa del Presidente Johnson, War On Poverty. Pero queriendo estar más cerca de su hijita, pronto aplicó y fue aceptada como secretaria del departamento de Lenguas Extranjeras del colegio, donde también yo le estaría cerca.

Yo había ahorrado algo de dinero en mi trabajo en San Francisco para que pudiera dedicarme a los estudios exclusivamente al menos por medio año antes de ponerme a buscar nuevo empleo. Nos adaptamos pronto a una rutina que aunque restringida por lo económico y las exigencias de nuestros trabajos—yo del colegio y Judy como única secretaria de su departamento—nos agradaba lo suficiente para sentirnos felices. Como a Judy le quedaba su trabajo al lado del departamento de música de la universidad, vivía estimulada por las actividades de la música y soñaba con poder cursar estudios allí y en otras materias.? La música había sido gran parte de su infancia y durante sus años de secundaria en Maria Inmaculada. Yo, ni pensaba en el arte, solo en echar pa?lante con el plan mayor que me había trazado. El grueso de nuestra atención era enfocado en nuestra hija y en el ambiente universitario que nos encantaba a los dos.

En el campus había constante actividad. A menudo llegaban a dar conciertos o shows artistas en ascenso populares entre el estudiantado como Sonny & Cher a quienes escuché cantar su famosa I Love You Babe al aire libre una tarde en media semana escolar. Eran tiempos también en que Ronald Reagan corría para gobernador del estado de California. El primero de abril de 1966 visitó nuestro campus para dar un discurso de campaña. Me tocaba cuidar de Charissa para que no nos costara la niñera, pero para no perderme a Reagan, la llevé conmigo.?

El evento fue afuera en una de las parcelas de terreno del campus. La tarde estaba agradablemente soleada. Me había asegurado traer el coche de Charissa y tenerle lista su mamadera por si acaso. Eran de vidrio en esos tiempos y ya a sus once meses ella la manejaba sola para beber. Cuando me dio señales de tener hambre mientras Reagan hablaba al micrófono detrás del podio a unos cinco o seis metros de donde estábamos, le su botella de leche. La tomó enseguida, llevándose el chupón a la boca mientras se reclinaba en el coche. Como señal que bebía, me llevaba por el ruido que se le escuchaba a la botella mientras succionaba. Cuando paraba era probable de que había terminado o se había quedado dormida la chiquilla. Yo estaba parado a su lado sobre el camino de concreto que bordeaba el costado del amplio terreno de pasto que tenía Reagan al frente. Cerca de 500 estudiantes y otra gente nos habíamos concentrado sobre el campo y la acera de concreto no lejos del edificio donde trabajaba Judy. Alternaba mi atención entre el discurso y el ruido de la mamadera.

Con su voz educada de su carrera de actor, Reagan seducía la atención del público. La mayoría de los universitarios eran opuestos a su candidatura por las posturas de derecha de su plataforma política, pero a todos allí ese día nos tenía atentos y callados, si no por el contenido de su mensaje, de fijo por lo placentero que era escucharle. A mi no me disgustaban del todo sus postulaciones ideológicas. Lo cierto es que era difícil que le cayera mal a uno el tipo.

De pronto, cuando en medio discurso su magia nos tenía a todos concentrados en silencio, un corto pero fuerte y punzante estallido de vidrió espantó a todos, incluyendo al mismo Reagan, dejándolo mudo por unos segundos. El y todos presente reaccionaron para identificar la procedencia del ruido. Al ver que las miradas estaban dirigidas hacía donde estaba yo, me di cuenta que la causante del asunto había sido Charissa. En el momento que vació la mamadera, la disparó cual proyectil hacía arriba y al caer sobre el concreto reventó con una fuerza tremenda que fue proyectada ruidosamente por los alto parlantes. La chiquillita tenía a veces la bendita costumbre de tomar la botella por su chupón cuando terminaba de beber y dispararla al aire con gran fuerza. En casa la alfombra protegía de que no rompiera en pedazos, pero ese día, el choque contra el concreto de la botella vacía tapada por el chupón, resonó como una pequeña explosión.

Cuando Reagan se percató de la causa de la interrupción, hizo un comentario que no llegué a escucharle, pero su afilado sentido del humor hizo que la gente rompiera en risa. Sonrojado, recogí y boté en un basurero cercano los pedazos de vidrio, mientras por dentro me moría de la risa al recordar el gran espanto que nos había dado a todos este piojito de gente que era mi hija.

Cuando el futuro presidente de 54 años terminó su discurso, monté a Charissa sobre mi cuello y hombros como si a caballo y me dirigí hacía el podio para unirme a los que se acercaban al candidato para saludarlo. Cuando me tocó mi turno, Reagan despliega una gran sonrisa, le toma la manito a Charissa y le dice: "So you?re the kid that finally shut me up and stole my show, huh!." Y Charissa, lindísima bebe que era, lo derrite con una sonrisa Gerber de su parte. "Boy," añadió Reagan, "she?s a beauty ain?t she." Luego me choco la mano, me dijo algo que no recuerdo y me despedí deseándole suerte en su campaña.

El telón socio-político universitario de fondo en nuestro campus cuando Reagan lo visitó, era el de un estudiantado en creciente rebeldía. Aunque las convulsiones más intensas emblemáticas de los revolucionarios cambios? sociales de los SIXTIES no se habían sufrido en ese recinto del sistema de universidades del estado, ya comenzaban a sentirse. El ambiente estaba cargándose de tensión política y social. En las universidades de Berkeley y San Francisco el recibimiento de Reagan posiblemente hubiese sido otro. Habían sido ya el foco central de fuertes disturbios y transcendentales manifestaciones estudiantiles. Estudiantes rebeldes del movimiento conocido como el Berkeley Free Speech Movement encabezado por Mario Savio, el lider estudiantil de 22 años que lo originó en Diciembre de 1964 con un sit-in en Sproul Hall, habían desafiado a las autoridades colegiales y del orden público aceptando el precio de los notables arrestos y tratos rudos que recibieron. El creciente malestar y repudio a la guerra de Vietnam en los principales campus universitarios del país, comenzaban a manifestarse en enérgicos actos de protesta contra el gobierno de Lyndon Johnson. La universidad de Berkeley ya había sido escenario en Mayo de 1965 para el mayor de los "teach-ins" organizados por el movimiento Students for a Democratic Society. Estos eran eventos no-violentos donde se daban seminarios y discursos y manifestaciones para protestar contra la guerra, contribuyendo a la creciente efervescencia de rebeldía en los campus. En agosto los violentos disturbios en el distrito negro de Watts, habían puesto en manifiesto que la desatención y el prejuicio social y el abuso de las minorías serían seriamente combatidos, y con violencia si necesaria, causa con que muchos estudiantes intelectuales se identificaron.

Todo ese revoltillo social me atraía. Desde mi adolescencia tenía sensibilidad para la política y pasión por las causas de cambios y transformaciones sociales rápidas. Pero lo mantenía todo a cierta distancia por miedo a involucrarme demasiado y desviar la compulsiva atención prioritaria que le había fijado al futuro de mi familia. Vivía una encrucijada de valores mientras presenciaba, de cerca en el seno del calor universitario en que se estaba manifestando, el fervor revolucionario de la época. Por un lado sentía empatía solidaria por las razones de la rebeldía generalizada de los estudiantes contra las instituciones de enseñanza que paradójicamente le negaban en sus recintos el derecho a expresarse libremente sobre temas de tanta importancia para el país y el mundo. En cambio, por el otro, estaba suscrito a los criterios de derecha sobre las virtudes de la ley y el orden, producto en parte de los residuos del adoctrinamiento anticomunista que inculcaban las películas de Hollywood que me fascinaban de niño, pero mayormente el que recibí en mis cuatro años de academia militar en el ambiente redneck de Atlanta, Georgia.

Yo no estaba en contra de la guerra, por ejemplo. Un primo hermano, graduado de West Point estaba por ir a Vietnam de segundo teniente. Eso era una razón de orgullo entre otras que me inclinaban a justificar la guerra.? También simpatizaba con los Demócratas y era propenso a defender a Johnson como presidente, quién promovía sus razones por perseverar en el conflicto. Hasta firmé una petición en el campus en su apoyo, cosa de que me avergoncé no mucho después. Parte del cambio de sentimiento por la guerra, habiendo otras razones personales más profundas, se debió a la triste muerte en mayo de 1967 de mi primo en la guerra. Su muerte fue reportada en NEWSWEEK y el titular de el Panamá América en inglés leyó "SWIFT DEATH BRINGS FLEETING U.S. FAME TO YOUNG ISTHMIAN KILLED IN VIETNAM".  Pero lo verdaderamente trágico de su muerte fue el morir al disparársele su propio rifle. Me llevaba apenas unos meses de edad.

Mi cambio ideológico se dio ante la verdad de los hechos que se daban a diario en las universidades por todo el país. Poco me convencían las argumentaciones aportadas por la ideología derechista por la que casi automáticamente era propenso. La íntima verdad que estaba conociendo de los acontecimientos de los mediados sesenta que vivía de cerca me era transparente no solo intelectualmente. La estaba sintiendo también en el corazón de mis valores humanistas.

En ese estado conflictivo ideológico me encontraba cuando acudí a mi clase de laboratorio de Biología, uno de los cursos electivos que era obligatorio tomar para el currículo general de estudios. El horario de las tres de la tarde me era doblemente conveniente. Era la última clase del día donde la pasaba entretenido diseccionando toda clase de animalitos y aprendiendo sobre nuestra realidad orgánica.? También porque al terminar podía esperar a Judy que saliera del trabajo para irnos juntos a casa y recoger a Charissa donde Mrs. Smith, su corpulenta niñera, con aspecto de abuela, en cuyo acolchonado pecho y brazos caía felizmente dormida nuestra hijita. Fuimos afortunados en tener a la señora de residente en nuestro edificio.

Cuando entré al salón de laboratorio no encontré la configuración de costumbre de alumnos concentrados en sus tareas de investigación ante las largas y anchas mesas de trabajo. Los nueve o diez alumnos estaban todos sentados en grupo y muy atentos alrededor de una sola mesa frente al profesor que les hablaba sentado sobre su escritorio. El ambiente era calmado y se registraba seriedad en la cara de los alumnos. En el bajo volumen de su voz, le sentí convicción al maestro y sinceridad en lo que decía. Cuidando de no hacer ruido, descansé mis libros calladamente sobre una mesa y me acerqué al grupo. Tomé un asiento al extremo de la mesa, cerca de una estudiante que me instó a que acercara el asiento para escuchar mejor.

No era nada de Biología lo que les conversaba el profesor. Estaba intercambiando con los estudiantes opiniones sobre los movimientos revolucionarios que se estaban dando en Berkeley y la universidad de San Francisco y todos los campus principales del país. Y lo estaba relacionando todo al marco de la nación entera y a cómo eran de ser afectados todos los niveles de la sociedad norteamericana. Dijo que los eventos que trastocaban los cimientos del orden conservador prevalente hasta finales de los ingenuos 50 debían analizarse en el contexto de la evolución natural que ocurre cuando a la generación existente y en control se le dificulta darle paso a la siguiente.

"En su discurso inaugural en enero de 1961", nos manifiesta el profesor, "el Presidente Kennedy sonó el clarín del nuevo orden generacional a que se le estaba encargando el futuro de la nación.? Lo que estamos viviendo ahora no es más que los dolores de parto de esa pasada de antorcha que nos pronosticó el asesinado presidente."

En donde era de parar todo, el no sabía, nos confesó. Pero nos ofreció una elocuente perspectiva de porqué pensaba que la historia quedaría en el lado de los principios en que eran basadas las protestas de los estudiantes: la libertad de expresión, la de protestar los abusos de los gobernantes y gobierno, libertades arraigadas en la constitución del país y en los derechos humanos del individuo. Y, que tanto las razones que daba Johnson para continuar la guerra, así como los argumentos de los presidentes universitarios para limitar los derechos de los estudiantes a protestar, eran postulaciones anacrónicas que no iban al paso de los nuevos tiempos que se avecinaban. Y tarde o temprano la tiranía sobre el pensamiento y el hablar cedería ante la fuerza de los principios en que fue fundada la nación norteamericana.?

No todos los estudiantes estaban de acuerdo con el Profesor, pero los cuestionamientos que le hicieron fueron hechos en el mismo tono calmado y sensato. A cada interrogante planteada, con el aplomo de una sabiduría transparente, respondía el profesor de manera que le promovía al alumno la voluntad propia de darle una segunda y más realista mirada a su manera de pensar. Me encantó la atmosfera serena en la cual se estaban discutiendo temas de tan importante profundidad y nivel intelectual. En la facultad de administración de empresa nunca había tenido un intercambio de opiniones a ese nivel, y tan interesante. Los temas que estaba tocando el profesor eran los en que yo venía pensando pero no había tomado ni tenido la oportunidad de ventilar.? Había estado yendo tercamente de frente, como caballo de arreo con su vista periférica obstaculizada para que mire solo hacía las obligaciones que tiene por delante.

La hora de laboratorio la pasamos hablando por completo sobre esos temas. Nada de trabajo escolar se hizo. El tiempo se me pasó volando y a su final sentí que se me había reformado el escenario de mis errantes convicciones. Había quedado entreabierta la puerta hacia nuevas consideraciones de quién era yo.

Cuando sonó el timbre que anunció el final de la hora de clases, la joven mujer que sugirió que me acercara para escuchar mejor al profesor? se me acercó para que intercambiáramos opiniones sobre lo que se había discutido en clase. Ella estudiaba humanidades, pero se dirigía a su clase de Arte, curso electivo que había tomado. El departamento de arte quedaba en dirección a buscar a Judy así que caminamos juntos. Cuando llegamos a su salón fui atraído por el ambiente interior y me entró una nostalgia por el sentir de lo rico que era entregarse al oficio artístico. La muchacha me invitó a que entrara al salón y me quedara un rato. Faltaba media hora para que Judy saliera del trabajo, así que me quedé hasta que la maestra comenzó a supervisar los trabajos de los alumnos.?

En el poco tiempo que estuve en su salón le conté a Helen que yo dibujaba y pintaba desde pequeño, y lamentaba no haber persistido en hacerlo. Al día siguiente, habiéndome pedido que me reuniera con ella en la cafetería antes del mediodía, se presentó al encuentro con una tableta de hojas para el dibujo y un juego de lápices y otros implementos para el carboncillo. Había comprado dos emparedados y dos jugos enlatados, y me instó a que la acompañara durante el almuerzo a un "lugar especial".

Nos dirigimos hacia el este, a un área de campo alejado de la vecindad de Hayward y poco poblado. Nos tomó unos 20 minutos llegar a la carretera angosta de asfalto que nos condujo a un área densamente forestada, hasta que llegamos a la entrada de un prado. El área del prado estaba cercado con arbustos en fila que se veían que eran maquillados solo en ocasiones. El portón de hierro, abierto de par en par en medio del frente del campo despejado, daba paso a un corto camino derecho y angosto que terminaba frente a una rotonda grande de concreto hecha al estilo iónico con base, domo y columnas libres al redondo, típico de la arquitectura greco-romana. No me esperaba ver algo así. La escena era bella. Helen tenía razón. Era hermosamente especial el sitio.?

Detuve el auto a la mitad del camino de entrada para apreciar la estructura mientras caminábamos los últimos metros hacia el edificio. A cada paso se pronunciaba el fuerte y constante sonar de un torrente ruido emanado desde el vientre de la rotonda. Subimos los escalones que daban al cercado en círculo de concreto que rodeaba el núcleo de la especialidad singular del lugar. Era una estación de rebombeo de agua que recibía el preciado líquido que provenía de los alejados manantiales de la cordillera cercana para dirigirlos a los campos agrícolas y comunidades de la región.

"El material de dibujo es para ti", me dijo Helen, "para que comiences a pintar de nuevo."

No me puse a dibujar allí, pero había sido inspirado para hacerlo por las bellezas del lugar y el lindo sentir de una amiga sensible a las cosas del alma humana.

Antes de regresar al colegio le metimos diente a los emparedados y hablamos sobre nuestras vidas, de filosofía y de mi atractivo por el infinito y mis encuentros con él cuando pintaba en mi infancia. Ella no se consideraba muy buena para el dibujo, pero le divertía su clase de arte. Tenía un novio que se sentía afortunada en tener, pues ella sufría de ataques epilépticos, unos que había tenido en su presencia, y le admiraba y agradecía que la había aceptado con todo y su condición. Pensaban casarse pronto. Yo le conté de mis planes de estudiar y eventualmente regresar a Panamá. Quedamos en que pronto tendría una muestra de cómo manejaba el carboncillo.

En pocas semanas produje varios bosquejos y dibujos, uno basado en la borrosa pero profundamente sentida memoria de la imagen de la rotonda y el prado en que yacía. Nunca supe el porqué de la estrambótica pero atractiva arquitectura de la estación. Y nunca llegué a enseñarle los dibujos a Helen. Nos vimos unas pocas veces más en el Colegio y de pronto no la vi más. El nuevo ímpetu para volver a hacer arte que ella me había motivado tan gentilmente, se disolvió del todo cuando mi hermano Rolando me llamó con noticias inquietantes y un pedido que me obligó otro cambio radical de curso.

La llamada de Roly llegó un mediodía cuando el estaba de paso por Miami rumbo a visitar el mercado del Caribe que la empresa de mi padre abastecía de marcas de prestigio de perfumería francesa. Yo estaba preparando a Charissa para dejársela a la niñera y de allí iba loma arriba al colegio.

"Las cosas no van bien en la compañía," me dijo. "El viejo metió un par de patas con inversiones y yo estoy haciendo lo posible para mantener todo a flote y andando en buen camino, pero no me doy abasto. Necesito tu ayuda, lika bradda."? éramos de Colón, y hablar en el dialecto de los negros antillanos de Panamá era costumbre en el parlamento de cualquier colonense auténtico. "I kiant do it aluone, an Max ain?t moch help. How long more you  gwain be in school?"

"Yo no se, Roly. Me faltan unos cursos importantes para asegurar los conocimientos que quiero tener antes de atreverme a meterle el hombre a la compañía."

"Tranquilo, pues" me respondió. "Pero fíjate a ver que puedes hacer. No se cuanto pueda aguantar el barco a flote. Te llamaré de nuevo desde Miami a mi regreso del Caribe, para ver que has pensado y hablar más del asunto. Teik kier of yoself lika bradda."

"You too, Roly".

Era obvio lo que tenía que hacer. El año y medio que llevábamos en Hayward lo dedicamos Judy y yo a lo que nos vino natural en nuestros roles de padres de una criatura que al pasar los meses se ponía más bella y encantadora. Tenía linda disposición la Chari, era una bebe contenta y alumbrante y atrayente. A quienes se le acercaban, los premiaba con su hermosa y hechizante sonrisa. Principalmente para conocer a Charissa nos visitaron Elva, Doña Querube y mi madre, Ligia. Mi suegra, quién seguía en San Francisco y veíamos regularmente, pudo cimentar un nuevo nivel en la amistad con Ligia durante las semanas que se quedó con nosotros. Nuestra nueva vida de universidad y padres de familia parecía ir sobre buen riel. Mis estudios avanzaban. Todo estaba estable.

Excepto por un factor. Mis ahorros se estaban acabando y no iba a ser posible subsistir solo con el salario de Judy. Durante el tiempo que trabajé en Dunham Carrigan & Hayden pude enviarle dinero mensualmente a mi viejita y lograr los ahorros para al menos un año de estudios, pero poco faltaba para que se agotaran. ?Qué hacer entonces en una emergencia donde necesitaríamos del recurso económico para hacerle frente? Nuestro estado de dinero era precario y la presión de tener que buscar empleo comenzó a preocuparme. Como medida de precaución cambié la estrategia de mis estudios. Dejé de lado las materias electivas obligatorias de artes liberales y comencé a concentrarme en las que tenían que ver directamente con la administración de empresas. Así armaría sin pérdida de tiempo, sin esperar los cuatro años de estudios, la base de los conocimientos teóricos y técnicos que necesitaba sobre como manejar un negocio. De esa manera estaría relativamente preparado con los estudios necesarios en caso tal me viera en la necesidad de regresar a Panamá antes de lo esperado.

El trimestre escolar siguiente lo embutí de? materias, sabiendo que pronto después dejaría la universidad para regresarme a Panamá.? Pero antes pensé en trabajar unos tres meses para irme con algo de dinero. Después de un embarazoso y desagradable intento de ser vendedor de la aspiradora RAINBOW, desistí de la idea. Después de todo solo pospondría el retorno a Panamá, y valía más, deduje, llegar pronto y darle sin demora la ayuda que necesitaba mi hermano. Y en cuanto a como emprender el viaje de regreso, se me ocurre comprar un busito/camper Volkswagen para echarnos el viaje en auto por la pecaminosa ruta panamericana. Pronto deseché el plan del camper e hicimos el viaje en otro estilo de auto. Con nosotros viajó Elvita, prima de Judy y contemporánea de edad. Charissa tenía un poquito más de un año. Nos tomó 10 días en condiciones de carretera que no eran nada parecidas a los confiables trechos pavimentados de cada país que forman el camino interamericano hoy día. Nos llevamos un par de buenos sustos por lo riesgosamente peligroso que estuvo la ruta en algunos puntos, y el Pontiac GTO nuevecito en que viajamos llegó a Panamá hecho leña.

Y así fue que en marzo de 1967 me encontré de regreso en Panamá con mi bella hijita y la mujer, ahora mi esposa, a la que tres años antes fui a buscar a Dallas.? Llevaba también en el banco de mis experticios la valiosa cosecha de materias universitarias completadas y aprendidas que me propuse conseguir. También me acompañaba la firme disposición de trabajar fuertemente para cumplir con la promesa que le había hecho a mi padre. Irónicamente 5 años después, habiendo fallecido mi viejo y estando mi hermano exiliado de su país desde el golpe militar de 1968, me encontraría de director ejecutivo de las dos empresas celebrando mi re-encuentro con el artista en mi y la decisión de cambiar el orden de mi existencia como comerciante para ir en busca de la carrera profesional de ser pintor. Me tomaría 5 años más salir por las puertas corporativas a los 33 años para abandonar el mundo del comercio?sin mirar atrás.

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